Texto completo de la catequesis del Papa, 22.4.15

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis anterior sobre la familia, me detuve sobre el primer relato de la creación del ser humano, en el primer capítulo del Génesis, en donde está escrito: «Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer» (1,27).

Hoy quisiera completar la reflexión con el segundo relato, que encontramos en el segundo capítulo. Aquí leemos que el Señor, después de haber creado el cielo y la tierra «Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente» (2,7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo. Luego Dios pone al hombre en un bellísimo jardín, «para que lo cultivara y lo cuidara» (cfr. 2, 15).

El Espíritu Santo, que ha inspirado toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre solo – le falta algo – sin mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo mira, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor, pero está solo. Y Dios ve que esto «no está bien»: es como una falta de comunión, le falta una comunión, una falta de plenitud. «No está bien» – dice Dios – y agrega: «Voy a hacerle una ayuda adecuada» (2,18).

Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de ellos su nombre – y ésta es otra imagen de la señoría del hombre sobre la creación – pero no encuentra en ningún animal el otro similar a sí mismo. El hombre continúa solo. Cuando finalmente Dios presenta la mujer, el hombre reconoce exultante que aquella creatura, y sólo aquella, es parte de él: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (2, 23). Finalmente, hay una reflejo, una reciprocidad. Y cuando una persona – es un ejemplo para entender bien esto – quiere dar la mano a otra, debe tener otro adelante: si uno da la mano y no tiene nada, la mano está allí, le falta la reciprocidad. Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba reciprocidad. La mujer no es una «replica» del hombre; viene directamente del gesto creador de Dios. La imagen de la «costilla» no expresa de ninguna manera inferioridad o subordinación sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios. También tienen esta reciprocidad. Y el hecho que – siempre en la parábola – Dios plasme la mujer mientras el hombre duerme, subraya precisamente que ella no es de ninguna manera creatura del hombre, sino de Dios. Y también sugiere otra cosa: para encontrar a la mujer y podemos decir, para encontrar el amor en la mujer, pero para encontrar la mujer, el hombre primero debe soñarla, y luego la encuentra.

La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los cuales confía la tierra, es generosa, directa y plena. Pero es aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al mandamiento de los protegía. Caen en aquel delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo sentimos dentro de nosotros, tantas veces, todos.

El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer. Su relación será asechada por mil formas de prevaricación y de sometimiento, de seducción engañosa y de prepotencia humillante, hasta aquellas más dramáticas y violentas. La historia trae consigo las huellas. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era considerada de segunda clase. Pensemos a la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática. Pero pensemos también en la reciente epidemia de desconfianza, de escepticismo e incluso de hostilidad que se difunde en nuestra cultura – en particular a partir de una comprensible desconfianza de las mujeres – con respecto a una alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la comunión y de custodiar la dignidad de la diferencia.

Si no encontramos un estremecimiento de simpatía por esta alianza, capaz de poner a las nuevas generaciones al amparo de la desconfianza y de la indiferencia, los hijos vendrán al mundo siempre más erradicados de ella, desde el seno materno. La devaluación social por la alianza estable y generativa del hombre y de la mujer es ciertamente una pérdida para todos. ¡Debemos revalorizar el matrimonio y la familia! Y la Biblia dice una cosa bella: el hombre encuentra la mujer, ellos se encuentran, y el hombre debe dejar algo para encontrarla plenamente. Y por esto, el hombre dejará a su padre y a su madre para ir con ella. ¡Es bello! Esto significa comenzar un camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el hombre.

Por lo tanto, la custodia de esta alianza del hombre y de la mujer, aun pecadores y heridos, confundidos y humillados, desalentados e inciertos, para nosotros creyentes es una vocación ardua y apasionante, en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, en su final, nos entrega un ícono bellísimo: «El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió» (Gen 3, 21). Es una imagen de ternura hacia aquella pareja pecadora que nos deja a boca abierta: la ternura de Dios por el hombre y por la mujer. Es una imagen de custodia paterna de la pareja humana. Dios mismo cuida y protege su obra maestra.

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