Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera desarrollar la segunda parte de la reflexión sobre la figura del padre en la familia. La semana pasada hablé del peligro de los padres “ausentes”, hoy quiero mirar más bien al aspecto positivo. También san José tuvo la tentación de dejar a María, cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel del Señor que le reveló el diseño de Dios y su misión de padre putativo; y José, hombre justo, “tomó consigo a su esposa” y se convirtió en el padre de la familia de Nazaret.
Toda familia necesita al padre. Hoy nos detenemos sobre el valor de este rol, y quisiera iniciar por algunas expresiones que se encuentran en el Libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo y dice así: “Hijo mío, si tu corazón es sabio, también se alegrará mi corazón:
mis entrañas se regocijarán, cuando tus labios hablen con rectitud”. No se podría expresar mejor el orgullo y la conmoción de un padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que cuenta de verdad en la vida, o sea, un corazón sabio. Este padre no dice: “Estoy orgulloso de ti porque eres igual a mí, porque repites las cosas que digo y que hago”. No, no dice eso. Le dice algo más importante, que podríamos interpretar así: “Estaré feliz cada vez que te vea actuar son sabiduría, y estaré conmovido cada vez que te escuche hablar con rectitud. Esto es lo que he querido dejarte, para que se convirtiera en una cosa tuya: la costumbre de escuchar y actuar, de hablar y juzgar con sabiduría y rectitud. Y para que tu pudieras ser así, te he enseñado cosas que no sabías, he corregido errores que no veías. Te he hecho sentir un afecto profundo y a la vez discreto, que quizá no has reconocido plenamente cuanto eras joven e incierto. Te ha dado un testimonio de rigor y de firmeza que quizá no entendías, cuando hubieras querido solamente complicidad y protección. Yo mismo he tenido que, en primer lugar, ponerme a prueba de la sabiduría del corazón, y vigilar en los excesos del sentimiento y del resentimiento, para llevar el peso de las inevitables comprensiones y encontrar las palabras justas para hacerme entender. Ahora, continúa el padre, cuando veo que tú tratas de ser así con tus hijos, y con todos, me conmuevo. Soy feliz de ser tu padre”. Y así, es lo que dice un padre sabio, un padre maduro.
Un padre sabe bien cuánto cuesta transmitir esta herencia: cuánta cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, ¡qué consolación y que recompensa se recibe, cuando los hijos rinden honor a esta herencia! Es una alegría que rescata cualquier fatiga, que supera cualquier incomprensión y sana cualquier herida.
La primera necesidad, por tanto, es precisamente esta: que el padre esté presente en la familia. Que esté cerca de la mujer, para compartir todo, alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Y que esté cerca de los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando se comprometen, cuando están preocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando están callados, cuando osan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso erróneo y cuando encuentran de nuevo el camino. Padre presente, siempre. Pero decir presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los padres demasiados controladores anulan a los hijos, no les dejan crecer.
El Evangelio nos habla del ejemplo del Padre que está en los cielos –el único, dice Jesus, que pude ser llamado verdaderamente “Padre bueno”. Todos conocen esa extraordinaria parábola llamada del “hijo pródigo” o mejor “padre misericordioso” que se encuentra en el Evangelio de Lucas, en el capítulo quince. ¡Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de ese padre que está en la puerta de casa esperando que el hijo vuelva! Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer que esperar. Rezar y esperar con paciencia, dulzura, generosidad y misericordia.
Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar, desde lo profundo del corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, sumiso, sentimentale. El padre que sabe corregir sin degradarse es el mismo que sabe proteger sin descanso. Una vez escuché en una reunión de un matrimonio decir a un padre, ‘yo algunas veces debo pegar un poco a los hijos, pero nunca en la cara, para no degradarlo’ ¡Que bonito! Tiene sentido de la dignidad. Debe castigar, lo hace justo y va adelante.
Si por tanto hay alguno que puede explicar hasta el fondo la oración de “Padre nuestro”, enseñada por Jesús, estos son precisamente quienes viven en primera persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre que está en los cielos, los padres pierden valentía y abandonan el campo. Pero los hijos necesitan encontrar un padre que les espera cuando vuelven de sus fracasos. Harán de todo para no admitirlo, para no mostrarlo, pero lo necesitan: y el no encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de sanar.
La Iglesia, nuestra madre, está comprometida con apoyar con todas sus fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son para las nuevas generaciones cuidadores y mediadores insustituibles de la fe en la bondad, en la fe y en la justicia y en la protección de Dios, como san José.